La furia paranoica de Erizo
Erizo sacó sus púas al sol, la mañana hacía brillar las gotas del rocío. Erizo salió lentamente de su casa, era una estupenda mañana de mayo y todo el campo lucía precioso ante sus ojos. Erizo odiaba todo aquello, odiaba sentir el rocío en sus pies, odiaba los cantos de los pájaros que le despertaban, odiaba a esas estúpidas ardillas que saltaban orgullosas sobre su cabeza. Las odiaba porque vivían en un mundo aparte, totalmente distinto al suyo. Ellas no se mojaban los pies, tenían hermosos pelajes y nunca habían tenido los problemas que él tenía en el suelo. Sobre todo las odiaba cuando se hacían las graciosas delante de los estúpidos humanos.
Podría matarlas una por una si pudiera subir al árbol y con sigilo apretarlas con su espalda. Le encantaría que sus púas fueran proyectiles y lanzarlos hacía esa maldita rama de la felicidad donde se habían criado esas jodidas ardillas de mierda que venían a molestarle cuando él no necesitaba a nadie que le recordase su triste y mierda de vida en un mundo lleno de mierdas bellas y de jodidas cosas bonitas que le pasaban por encima de sus jodidas y horribles púas.
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